
LEÓN ZAMOSC; ESTELA MARTÍNEZ & MANUEL CHIRIBOGA [Coordinadores] – Estructuras Agrarias y Movimientos Campesinos en América Latina (1950-1990)
Cuando se aborda la historia contemporánea de América Latina, existe una constante tentación por narrarla desde los centros urbanos, las élites políticas o los procesos electorales. Sin embargo, hay una historia paralela —más profunda, más conflictiva y muchas veces más transformadora— que se desarrolla lejos del asfalto: la historia de las luchas campesinas. El libro “Estructuras agrarias y movimientos campesinos en América Latina (1950-1990)”, coordinado por León Zamosc, Estela Martínez y Manuel Chiriboga, constituye una de las contribuciones más sólidas y rigurosas para comprender esta otra historia, escrita desde la tierra y con las manos.
Publicado como resultado de un esfuerzo colectivo de investigadores comprometidos con el análisis estructural y empírico de las dinámicas rurales en el continente, el libro reúne estudios de caso y análisis regionales que cubren cuarenta años decisivos para el agro latinoamericano. Se trata, ante todo, de un ejercicio de reconstrucción crítica, que no se limita a describir transformaciones agrarias, sino que se adentra en las relaciones de poder que las condicionan y en las resistencias que las desafían.
Desde el primer capítulo, el libro deja en claro su apuesta metodológica: entender las estructuras agrarias no solo como sistemas de propiedad o distribución de tierras, sino como configuraciones sociales complejas, atravesadas por relaciones de clase, etnicidad, género, y por proyectos de dominación o emancipación. El campesinado, en esta perspectiva, no es una categoría residual ni una etapa a superar en el camino hacia la modernización capitalista, sino un sujeto histórico activo, con capacidad organizativa, autonomía relativa y proyectos políticos propios.
Uno de los mayores méritos de la obra es su capacidad para articular el análisis estructural con la dimensión política de las luchas rurales. El periodo 1950-1990 está marcado, en muchos países latinoamericanos, por intentos fallidos de reforma agraria, expansión del capitalismo agrario, represión estatal, emergencia de organizaciones campesinas, y procesos de cooptación o radicalización. El libro no se limita a enumerar estos procesos, sino que los interroga críticamente: ¿cuáles fueron las condiciones que permitieron la movilización campesina en algunos contextos y no en otros? ¿Qué papel jugaron los Estados, las iglesias, los partidos de izquierda, las ONGs? ¿Qué formas organizativas adoptaron los campesinos y qué contradicciones internas atravesaron sus movimientos?
El enfoque comparativo permite detectar patrones, pero también diferencias clave. El caso mexicano, por ejemplo, aparece como paradigmático en términos de cooptación institucional y clientelismo corporativo, mientras que el caso colombiano muestra una persistente fragmentación territorial y violencia como horizonte de fondo. En Bolivia y Perú, la cuestión indígena se entrelaza con la lucha agraria de forma insoslayable, evidenciando que hablar de campesinado sin considerar la colonialidad del poder es una omisión política y analítica. En Centroamérica, por su parte, el libro pone énfasis en el carácter explosivo de los conflictos agrarios, que derivaron en insurgencias armadas y reconfiguraciones violentas del mundo rural.
Los coordinadores logran mantener una coherencia teórica sin sofocar la diversidad de enfoques. Si bien hay un hilo marxista que atraviesa la mayoría de los capítulos, no se trata de un marxismo dogmático ni economicista, sino de una mirada dialéctica, atenta a la mediación entre estructuras y sujetos, entre economía y cultura, entre opresión y agencia. Este equilibrio permite evitar dos errores frecuentes en los estudios agrarios: la idealización romántica del campesinado y su reducción a mera víctima pasiva de procesos macroeconómicos.
En varios pasajes, el libro recupera debates clásicos sobre el carácter del campesinado en el modo de producción capitalista: ¿son una clase en sí o una clase para sí? ¿Están condenados a desaparecer o pueden constituir una alternativa al modelo agroexportador? Lejos de clausurar estas preguntas, los autores las complejizan, mostrando que las respuestas dependen de las coyunturas políticas, de la capacidad organizativa y del marco institucional. En este sentido, la obra no solo es un balance historiográfico, sino también una caja de herramientas para pensar el presente.
Una de las virtudes centrales del libro radica en su atención al carácter histórico y no natural de las estructuras agrarias. El latifundio, el minifundio, el monocultivo, la concentración de tierras, no son resultados inevitables, sino construcciones políticas y sociales que han requerido violencia, legislación, discurso y alianzas de clase para consolidarse. En contraposición, los movimientos campesinos no emergen de la miseria pura, sino de una experiencia común de injusticia, de una memoria compartida y de una proyección hacia el futuro que se plasma en demandas por tierra, autonomía, educación o reconocimiento.
La riqueza empírica del texto es notable. Cada capítulo se apoya en datos, archivos, entrevistas y trabajos de campo, pero sin perder densidad teórica. El lector se encuentra con mapas, cifras, cronologías, pero también con relatos de lucha, con nombres propios, con territorios concretos. Esta combinación entre lo macro y lo micro es uno de los mayores logros del libro: logra contar la historia de las estructuras sin borrar a los sujetos que las habitan y las disputan.
Aunque el recorte temporal se detiene en 1990, muchas de las tensiones analizadas en el libro siguen vigentes. De hecho, la emergencia de nuevas luchas por la tierra, vinculadas al extractivismo, al agronegocio, a la cuestión ambiental o a la defensa del agua, encuentra raíces históricas en los procesos estudiados en esta obra. En ese sentido, el libro también puede leerse como un prólogo a los conflictos rurales del siglo XXI, donde las comunidades campesinas e indígenas continúan protagonizando formas de resistencia que interpelan al modelo de desarrollo imperante.
El estilo del texto es sobrio, claro y accesible. No se trata de una obra destinada solo a especialistas, sino a toda persona interesada en comprender las raíces estructurales de la desigualdad rural en América Latina. Su lectura debería ser obligatoria en carreras de sociología, historia, ciencia política, desarrollo rural y estudios latinoamericanos. Pero también puede ser de gran utilidad para militantes, docentes y actores sociales comprometidos con las luchas agrarias actuales.
En definitiva, “Estructuras agrarias y movimientos campesinos en América Latina (1950-1990)” es mucho más que un libro académico: es un acto de justicia histórica. Recupera las voces, las luchas y las derrotas —pero también las victorias— de quienes han sido sistemáticamente invisibilizados por la historiografía oficial. Nos recuerda que la tierra, en América Latina, no es solo un recurso económico: es un campo de disputa simbólica, política y cultural. Y que entender esa disputa es imprescindible para imaginar un futuro menos desigual.
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(Contraseña: ganz1912)